Su vértice era terramollada
horas antes de que se encontrasen,
sus manos ya apretaban firme y suave
aunque aún no se hubiesen escurrido en su patalón,
su espalda ya estaba arqueada y en alerta.
Notaba cada mopa de polvo estrellarse
contra su piel al descubierto,
el cuello lo tenía expuesto,
los labios húmedos.
Horas antes
ya se encontraba en ese estado
que le impedía hacer cualquier cosa
que no fuese esperar
las manos
que destapaban su piel fría
y le hacían entrar en calor
y gemir,
más alto de lo que se debe.
Y no podía resistirse,
era como intentar
dejar de respirar.
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